Como  estudiante de sociología que soy (me encanta recordarlo en cada  discusión que tengo para creerme con legitimidad para soltar cualquier  burrada y que todos asientan) tengo esos momentos de analizarlo  absolutamente todo en la conducta y en las palabras de otros y de mi  propia persona. Cualquier programa de televisión, cualquier discurso o  cualquier conversación de marujas mientras barren la puerta de sus casas  se desborda de significados y de palabras que cambian nuestro mundo  constantemente sin que nos demos cuenta.
Hoy, aprovechando cualquier excusa para dejar a un lado el estudio, me  gustaría ponerme trascendental y reivindicativo con cierta chulería que  brota de algún lugar cerca de mi nuevo piercing de la ceja. No quiero  hablar sobre la gente a la que matamos de hambre todos los días, que eso  no interesa a nadie porque están lejos, y sin embargo quisiera hablar  de algo mucho más cercano sobre lo que tenemos una responsabilidad mucho  más directa. Se trata del mecanismo de control social más exitoso de  nuestros tiempos, por encima de cualquier ley, cualquier represión  policial y cualquier norma ética: la cultura del ridículo.
El  ridículo, hacer sentir ridículo a alguien, convertirlo en payaso, es  nuestra manera inconsciente de controlar cualquier comportamiento que  consideremos desviado de nuestras creencias rutinarias basadas en nada. O  lo que es lo mismo: si no eres uno más de la mayoría eres basura. Los  medios, cada día, se encargan de recordarnos lo que es ridículo  continuamente: los transexuales, los drogadictos, las putas, los  pueblerinos, los chiflados, cualquier friki de internet...
Una y  otra vez (y no a manera de conspiración maligna para dominar nuestras  mentes sino porque saben que así ganarán audiencia y dinero) el desviado  social, culpable de un crimen inventado, es puesto en el centro del  circo y nosotros, los chimpancés que aplauden, nos felicitamos para  nuestros adentros por no ser como esos sujetos y anteponemos don total  naturalidad el disfrute de nuestros cinco minutos de risas al  sufrimiento y la autodestrucción que pueda sufrir esa basura humana que a  todos nos avergüenza. Culpable por ser diferente. Culpable porque él lo  eligió. Al fin y al cabo la vida es así de simple ¿no? Elegimos  libremente ser víctimas de malos tratos, tener síndrome de Down o medir  un 1'40 metros.
Pero lo realmente ofensivo, patético, repugnante,  miserable, cruel y vil de toda esta historia es que trata simple y  llanamente de destruir al diferente. Decidimos arbitrariamente quién es  el loco, el traidor a nuestra religión del egocentrismo patológico, y lo  linchamos con nuestras palabras envenenadas, nuestras risas y nuestro  desprecio hasta que su vida no valga nada. Que se joda, es tan fácil y  divertido pisotear a los débiles... Luego, podremos dar un discurso  neomarxista en cualquier bar y donar diez euros a Médicos sin Fronteras  para sentirnos orgullosos por nuestra superioridad moral.
Alguien  dijo una vez que, si quieres cambiar el mundo, basta con poner un jarrón  de flores sobre una mesa y el mundo se verá un poco más bonito. Yo, en  mi condición de chimpancé que aplaude con menos fuerza que la mayoría,  reivindico desde este rincón ciberespacial en medio de alguna parte que  dejemos vivir en paz siendo como les dé la gana, que se vistan como  quieran, que bailen como les salga de un sitio, que besen a quien amen y  que dejen tranquilos a los demás. Que vivan los maricones y vivan los  trastornados por atreverse a ser quienes son y por hacer el mundo un  poco distinto, que vivan los que hacen mi vida impredecible y que vivan  los que cantan por las calles cuando vuelven a su casa de madrugada  borrachos. Que vivan las personas auténticas, que en su irreverencia no  piden permiso para existir.
(15 de julio de 2009)