jueves, 10 de marzo de 2011

entonar un "adónde vamos a parar" e irnos a dormir.

Como estudiante de sociología que soy (me encanta recordarlo en cada discusión que tengo para creerme con legitimidad para soltar cualquier burrada y que todos asientan) tengo esos momentos de analizarlo absolutamente todo en la conducta y en las palabras de otros y de mi propia persona. Cualquier programa de televisión, cualquier discurso o cualquier conversación de marujas mientras barren la puerta de sus casas se desborda de significados y de palabras que cambian nuestro mundo constantemente sin que nos demos cuenta.
Hoy, aprovechando cualquier excusa para dejar a un lado el estudio, me gustaría ponerme trascendental y reivindicativo con cierta chulería que brota de algún lugar cerca de mi nuevo piercing de la ceja. No quiero hablar sobre la gente a la que matamos de hambre todos los días, que eso no interesa a nadie porque están lejos, y sin embargo quisiera hablar de algo mucho más cercano sobre lo que tenemos una responsabilidad mucho más directa. Se trata del mecanismo de control social más exitoso de nuestros tiempos, por encima de cualquier ley, cualquier represión policial y cualquier norma ética: la cultura del ridículo.

El ridículo, hacer sentir ridículo a alguien, convertirlo en payaso, es nuestra manera inconsciente de controlar cualquier comportamiento que consideremos desviado de nuestras creencias rutinarias basadas en nada. O lo que es lo mismo: si no eres uno más de la mayoría eres basura. Los medios, cada día, se encargan de recordarnos lo que es ridículo continuamente: los transexuales, los drogadictos, las putas, los pueblerinos, los chiflados, cualquier friki de internet...

Una y otra vez (y no a manera de conspiración maligna para dominar nuestras mentes sino porque saben que así ganarán audiencia y dinero) el desviado social, culpable de un crimen inventado, es puesto en el centro del circo y nosotros, los chimpancés que aplauden, nos felicitamos para nuestros adentros por no ser como esos sujetos y anteponemos don total naturalidad el disfrute de nuestros cinco minutos de risas al sufrimiento y la autodestrucción que pueda sufrir esa basura humana que a todos nos avergüenza. Culpable por ser diferente. Culpable porque él lo eligió. Al fin y al cabo la vida es así de simple ¿no? Elegimos libremente ser víctimas de malos tratos, tener síndrome de Down o medir un 1'40 metros.

Pero lo realmente ofensivo, patético, repugnante, miserable, cruel y vil de toda esta historia es que trata simple y llanamente de destruir al diferente. Decidimos arbitrariamente quién es el loco, el traidor a nuestra religión del egocentrismo patológico, y lo linchamos con nuestras palabras envenenadas, nuestras risas y nuestro desprecio hasta que su vida no valga nada. Que se joda, es tan fácil y divertido pisotear a los débiles... Luego, podremos dar un discurso neomarxista en cualquier bar y donar diez euros a Médicos sin Fronteras para sentirnos orgullosos por nuestra superioridad moral.Colorful days

Alguien dijo una vez que, si quieres cambiar el mundo, basta con poner un jarrón de flores sobre una mesa y el mundo se verá un poco más bonito. Yo, en mi condición de chimpancé que aplaude con menos fuerza que la mayoría, reivindico desde este rincón ciberespacial en medio de alguna parte que dejemos vivir en paz siendo como les dé la gana, que se vistan como quieran, que bailen como les salga de un sitio, que besen a quien amen y que dejen tranquilos a los demás. Que vivan los maricones y vivan los trastornados por atreverse a ser quienes son y por hacer el mundo un poco distinto, que vivan los que hacen mi vida impredecible y que vivan los que cantan por las calles cuando vuelven a su casa de madrugada borrachos. Que vivan las personas auténticas, que en su irreverencia no piden permiso para existir.

(15 de julio de 2009)

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